Vivimos en un tiempo en el que el contenido no se termina nunca. Cuando una serie acaba, el algoritmo ya nos sugiere otra; cuando un video termina, el siguiente se reproduce automáticamente; cuando una tendencia muere, otra ya está naciendo. La promesa del entretenimiento eterno se convirtió en una realidad que redefine nuestra forma de mirar, escuchar y, sobre todo, de recordar.
Lo que antes era una elección —sentarse a ver algo, esperar un estreno, comentar un capítulo— hoy es un flujo constante que apenas nos da tiempo para procesar. El “scroll” infinito de redes como TikTok o Instagram no solo cambió el modo en que consumimos cultura, sino también la manera en que pensamos y sentimos el tiempo. Todo se acelera, todo se olvida rápido.
Las plataformas de streaming y las redes sociales compiten por nuestra atención, y nosotros participamos del juego con gusto. Ya no miramos películas: las “maratoneamos”. No escuchamos canciones: las “saltamos”. El consumo se volvió un acto automático, casi reflejo. Y la consecuencia más clara es la desmemoria: pocos recordamos qué vimos ayer, pero igual seguimos buscando lo próximo.
En esta era del contenido infinito, el desafío ya no es acceder, sino detenerse. Encontrar sentido en medio del exceso, elegir con intención, volver a mirar dos veces algo que nos conmovió. Porque si todo es contenido, nada lo es del todo.
Quizás el verdadero lujo cultural del presente no sea ver más, sino recordar mejor.

